Los vapores de la fábrica le
hacían toser
ríos de sangre condensada
en su existencia amargamente
marchitada.
y con su mano negra,
podrida por el carbón,
hizo una pequeña visera para
resguardarse del sol.
Vio como aquella espesa nube,
que tan dentro llevaba en los
pulmones,
se expandía sobre un bello cielo
que hacía años que viera el azul
de las estrellas por última vez.
Tosió, la sangre cada vez era más
oscura,
Y con cierto desdén alzó la mano,
que esperaba que, por última vez,
le diera de comer.
La gente paseaba sin reparar
siquiera
en uno más de tantos,
en un niño más que se labraba su futuro,
con los pies descalzos y piel de
escuerzo,
un espíritu quebrado.
El sol empezó a deshacerse
en pequeños copos blancos
y su luz anaranjada
se tornó serena y apacible,
bendiciendo con su suave haz
el aullido del lobo
que hambriento esperaba
y rogaba.
Las campanadas de la iglesia,
ocultada tras la neblina
que la contaminación provocaba,
anunciaba una angustiosa media
noche.
Sobre la tierna nieve yacía
también un aún tierno cuerpo
que hacía unos breves instantes
tosía, condenando sus sueños
y esperanzas, cuya lucha nunca
desistió
¡Contemple cómo se ahoga en su
propia negra sangre!
El lobo sediento e impaciente
no aminoró el paso ni por un
segundo
y con gran deleite se abalanzó sobre su presa,
creando un océano rojo de anhelos
sobre la blanca nieve de enero.